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LA HERIDA DEL RECHAZO: el dolor de no ser querido

LA HERIDA DEL RECHAZO: el dolor de no ser querido

Carlos Salomon: “La manera en que un padre rechaza a un hijo es, algunas veces, inversamente proporcional a la manera en que él mismo fue  rechazado; aunque, muchas veces, lo trata exactamente igual a la forma en que fue tratado”.

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El rechazo es una herida abierta que se marca profundamente en la afectividad de quien la padece. No es en absoluto tarea fácil hacer ver a alguien que se sintió rechazado de niño que se le ama, pues generalmente quien ha sufrido rechazo no se cree merecedor de amor. Por más que le digan que es querido, mientras no sane esa herida, se seguirá sintiendo inseguro, que no es nadie, que no merece la pena. Se considera sin valor y por eso creerá: “Yo no valgo nada; los demás son más interesantes que yo”.

El rechazo es una de las experiencias más dolorosas que se puede vivir en la infancia cuando además proviene de los propios padres. El rechazo implica no haber sentido que sus necesidades básicas de amor y aceptación fueron satisfechas, requisitos indispensables para constituir una personalidad equilibrada. En su lugar se instalan sentimientos y pensamientos negativos, tanto sobre uno mismo (“no valgo, no sirvo”, etc…) como desconfianza o dudas sobre los demás. Cuando hay una personalidad de base bien fundamentada, los rechazos en edad posterior duelen, pero pueden ser bien asimilados. Si no es así, si nuestra personalidad no está bien afianzada, cualquier sentimiento de rechazo es sentido como destructivo, y nuestro subconsciente lo identifica con aquellas experiencias negativas con las que hemos crecido. El verdadero problema es que se ha dañado tanto nuestra capacidad de dar como de recibir amor.

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Quien recibió la herida del rechazo no se siente un individuo completo porque no ha conquistado el amor del progenitor del cual recibió la herida, siendo especialmente sensible al mínimo comentario que venga de él. Busca sin cesar y a toda costa su amor y su aprobación y eso es trasladado a la edad adulta. De niño aprendió que el amor duele y por tanto de adulto busca, inconscientemente, relaciones tóxicas y dolorosas: es el patrón que ha aprendido.

Una persona herida por rechazo con frecuencia se compara con quienes son mejores que él, e incluso le cuesta creer que alguien pueda elegirlo como amigo, como pareja, le es difícil creerse ser merecedor de amor. De hecho, cuando es elegido no lo puede creer, se rechaza a sí mismo, e incluso, puede llegar a estropear esa relación, desde su convencimiento de que no la merece.

Tampoco se siente merecedor de atención por parte de los demás; por eso, ccuando recibe demasiada atención, teme ocupar demasiado lugar; si ocupa mucho lugar, cree que molesta y ser molesto significa para él ser rechazado.

A una persona herida por rechazo, le cuesta expresar su opinión porque considera que los demás se sentirán confrontados con sus juicios y por tanto, lo rechazarán. Si en una conversación alguien le quita la palabra, su reacción inmediata suele ser pensar que eso sucedió porque lo que dice no es importante y por tanto dejará de hablar. Si desea pedir algo a alguien y esa persona está ocupada, lo dejará estar y también callará. Por supuesto que sabe lo que quiere, pero no se atreve a exigir pues cree que no es lo suficientemente importante como para molestar a los demás.

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Otra característica de la persona que ha sido rechazada es la de buscar la perfección en todo lo que hace, ya que está convencida de que si comete algún error será juzgada por ello y ser juzgada significa, inevitablemente, ser rechazada. Como no cree en la perfección de su ser, lo compensa intentando alcanzar la perfección en todo lo que hace.

Alguien  herido por rechazo siente una desconfianza generalizada: “si mis padres me rechazaron, los demás también lo harán”, lo cual puede llevarle a la timidez e introversión, a criticar a los demás con crueldad, a una especial sensibilidad para identificar palabras o actitudes como agresiones hacia él, a ser rencoroso y tener grandes dificultades para perdonar. Son incapaces de decir “no”, tolerando cualquier actitud con tal de sentirse aceptado.

Pueden experimentar profundas sensaciones de soledad, de desamparo, de desprotección que le pueden llevar a fracaso profesional, promiscuidad sexual, celos enfermizos o a una extrema dependencia de otros, combinada con un fuerte espíritu de posesión. En general suelen tener serias dificultades para expresar sus sentimientos, llegando incluso al aislamiento emocional.

Las relaciones conflictivas familiares no sanadas no sólo hieren al individuo sino a todo el grupo familiar, pero lo peor es que inevitablemente, nos llevaran a repetir esas conductas conflictivas con nuestra pareja o con nuestros hijos.

Cuando nos hemos sentido heridos por nuestros padres, nos viene a la mente la idea de: “¡¡nunca haré lo que me hicieron a mí!!”. Y esa es la trampa: Para NUNCA hacer lo que te hicieron a ti, SIEMPRE tendrás que tener presente lo que te hicieron, con el fin de hacer lo opuesto, por tanto nunca serás libre para elegir cómo actuar y vivirás anclado a ese pasado emocional y a esos recuerdos dolorosos.

Hemos de partir de la comprensión de que muchos problemas que no podemos solucionar se originan en nuestros  primeros años de vida dentro del contexto familiar. Comprender no significa en absoluto ni justificar (porque situaciones abusivas lo seguirán siendo aunque sean perdonadas), ni adoptar el papel de  víctima, (nuestros padres son responsables como padres, pero también producto de sus propias experiencias de vida), ni negar nuestra responsabilidad (muchas vivencias nos han condicionado, pero también somos responsables de tomar decisiones o de elegir quedarnos anclados a nuestro sufrimiento).

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El rechazo puede ser algo que sentimos, una percepción personal, cómo nos tomamos una actitud del otro. Así, es posible que nuestros padres nos hayan dado amor, pero por alguna razón no estamos seguros de haberlo recibido, o no era el tipo de amor que nosotros  deseábamos. Por ejemplo, una madre enferma puede suponerle al niño un sentimiento de abandono o de no ser amado por no habérsele podido prestar toda la atención que hubiera deseado. También puede ocurrir que los padres, por sus propias experiencias infantiles, no puedan expresar el amor de forma que el niño pueda comprenderlo.

Volviendo a la idea inicial de que lo vivido en la niñez nos lleva a tender a repetir en nuestra familia lo vivido, los padres en general se niegan a aceptar que rechazaron o rechazan a sus hijos, ya que esto los llevaría a enfrentarse a una dura realidad: que ellos a su vez fueron hijos que se sintieron rechazados. Por las experiencias vividas muchos padres no tienen la menor idea del daño que están causando a sus hijos. Ellos se criaron así, por tanto esas actitudes, esos hechos, esas palabras, para ellos son normales.

El rechazo puede materializarse de dos formas, manifiesto o encubierto. El rechazo manifiesto se hace patente a través de agresiones verbales y/o físicas que crean temor e inseguridad en el pequeño; cuando se dice abiertamente que no fue un hijo deseado o buscado, o que hubieran deseado un hijo de otro sexo; cuando se le dice al pequeño que es inútil, o tonto, o que no se puede comparar con sus hermanos que son buenos, brillantes, exitosos, obedientes, etc.…. ¿Quién no ha escuchado la hiriente expresión: “tu hijo…..”? Eso es un rechazo manifiesto a una incapacidad de un hijo.

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Por el contrario, el rechazo encubierto es más difícil de reconocer porque es más sutil, aunque igual de destructivo que el anterior. Se puede manifestar en actitudes como:

  • Padres ausentes por actividades de interés personal.
  • Cuando el niño es, en caso de divorcio, utilizado como medio de agresión entre los progenitores.
  • Padres que no expresan afecto de ninguna manera (besos, abrazos, caricias en la familia no existen).
  • Cuando el hecho de recibir amor está condicionado a qué se hace u obtiene, el niño no es amado por sí mismo, por lo que él es. Ante determinadas situaciones se ”retira” el amor, la aceptación: “como hagas tal o cual cosa, ya no te quiero”
  • Padres sobre exigentes, rígidos, con disciplina muy estricta que el pequeño no entiende.
  • Padres que niegan rotundamente que hacen franca discriminación entre un hijo y otro.
  • Padres muy permisivos, incapaces de poner límites adecuados, lo cual crea inseguridad en el pequeño.

Las conductas y palabras de nuestros padres, así como la de los otros adultos con los que hemos interaccionado durante nuestra infancia, quedan grabadas en nuestro cerebro, enlazándose con sensaciones y emociones. Este proceso ocurre fundamentalmente entre el nacimiento y los cinco años, etapa durante la cual el niño carece de madurez intelectual y emocional para procesar el cúmulo de información y vivencias que recibe. Nuestro cerebro registra todo, pero no tal y como ha sido en la realidad, sino como él lo ha percibido. Lo  importante es darnos cuenta de que muchos de aquellos mensajes dirigen gran parte de nuestra vida, independientemente de nuestra edad y de que  nuevas informaciones y experiencias quedan registradas sobre la base de aquel “programa inicial”. Esto nos lleva a actuar y a sentir de una forma concreta aunque nos propongamos actuar o sentir en forma opuesta a ello.

Nadie puede dar más de lo que ha recibido, salvo que haya sido sanado. Es necesario enfrentar el duelo por los padres que no tuvimos y aceptar los que tuvimos, lo cual no significa ni otorgarnos el papel de víctima ni aceptar todas sus acciones como correctas.

Paloma Hornos

www.gestionemocional.com

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